MÁS ALLÁ DE TODO. EL RETORNO...
FOTOGRAFÍA: JUAN MANUEL MOLINA. |
Y
de repente se vio allí delante de la puerta. Casi no había notado cómo sus
pasos la habían llevado hasta ese lugar.
El
peso del pasado caía sobre sus hombros repartido en las pequeñas gotas de
lluvia, que no eran más que diminutas huellas mojadas impregnadas por el ayer.
Era
una fría mañana de noviembre. El cielo estaba surcado de plomizas nubes que
liberaban el agua con generosidad. El pueblo parecía haberse quedado anclado en
el tiempo. Los adoquines del suelo permanecían allí como eternos invitados de
piedra. Le parecía que por sus entresijos seguía creciendo el mismo musgo que
la vio nacer.
Treinta
años es mucho tiempo, pero apenas se notaba su transcurso en esa atmósfera
húmeda.
Sintió
una pequeña punzada en el pecho al volver a respirar sus calles que, en ese
instante, estaban desérticas. Le pareció que la vida se encontraba en el
interior de cada ventana como si cada una de ellas le permitiera observar un
trozo de otras vidas igual que si de auténticas peceras se tratara.
Paseó
la mirada hacia ambos lados mientras buscaba la llave en el interior del
bolsillo de su abrigo.
Sentía
tanto frío, que con cada respiración formaba un pequeño velo al salir de
sus labios.
Cogió
la llave y la sostuvo un instante sobre su palma. Incluso a través del guante,
podía percibir la frialdad del metal. Era una llave redonda y hueca con forma
de arco en su punta.
Sus
ojos miraron la puerta. La madera estaba agrietada prácticamente en su
totalidad. Apenas se podía vislumbrar su color verde, que en otros tiempos
brillaba porque una y otra vez se barnizaba con laca verde.
La
mirilla era una pequeña ventanita situada justo en su centro, que con el
pasar de los años parecía que se había integrado totalmente en ella, como si
nunca hubiera podido ser abierta. Una sonrisa se dibujó en sus labios, porque
por un momento a su mente llegó el recuerdo de ella misma cuando no era más que
una niña y tenía que utilizar una banqueta para poder acceder a ella.
Soltó
la maleta suspirando. Sabía lo que representaba abrirla. Era como abrir su caja
de Pandora particular.
Con
un suave ademán, inclinó un poco la cabeza hacia atrás porque necesitaba
relajar los músculos del cuello por un instante, antes de sostener la llave
entre sus dedos para introducirla en la cerradura.
La
oscuridad se mostró sin barreras ante sus ojos. Tuvo que esperar unos segundos
para habituarse a ella. Apoyó la maleta en la puerta y con pasos
inseguros, casi a tientas, caminó en la dirección hacia donde ella recordaba
que estaba la ventana.
Con
la yema de los dedos la recorrió buscando el pequeño pestillo para poderla
abrir. Lo levantó y al separar sus dos alas, ante sus ojos asomó una realidad
fantasmagórica: el polvo acumulado por los años reinaba en el espacio. Todos
los muebles estaban tapados por polvorientas telas que dejaban entrever la
silueta de lo que intentaban ocultar.
Se
giró para encaminarse hacia la puerta del patio interior de la casa. Corrió la
cortina que la cobijaba y la abrió. La fría humedad de la mañana le golpeó de
nuevo la cara y se detuvo justo en el centro. Era cuadrado, tenía una
superficie de unos doscientos metros,
porque su abuelo en su momento le añadió terreno, llevado por el amor
que sentía por su abuela. Ella pasaba un día tras otro las horas muertas
allí. Sonrió al observar que el limonero seguía todavía de pie en su
esquina. Ahora daba aspecto casi de desvencijado, pero podía recordar como
brillaban sus hojas y regalaba ufano el perfume de azahar, recorriendo cada
rincón de la casa.
La
mala hierba proliferaba por cada rincón, casi le llegaba a la altura de las
rodillas. No podía contar la cantidad de macetas que ahora estaban vacías, pero
en su momento pletóricas de color. La hiedra seguía creciendo por la
pared, parecía que trepaba desde el suelo en dirección al cielo, como
queriendo escapar de sus propias raíces.
Resignada,
encogió los hombros. Había mucho que hacer en ese lugar, pero necesitaba
hacerlo.
Volvió
sobre sus pasos para dirigirse hacia todos las estancias de la casa abriendo todas
las ventanas que encontró y a su paso, la vida pareció despertar de su letargo,
mientras que retiraba todas las telas y las llevaba al centro del jardín.
Recorrió
cada rincón buscando fotografías y seleccionó, sin dudar, algunas en concreto.
Arrastró
como pudo un barreño grande que encontró casi oculto entre las hierbas y lo
colocó justo en el centro, donde no pudiera rozar nada. Introdujo las telas y
se quitó la máscara. Necesitaba poder mirar bien esas fotografías antes de
tirarlas encima del pequeño montículo de tela.
Una
tras otra desfilaron ante sus ojos. No quería dejar constancia de que alguna
vez, esa persona hubiera formado parte de su vida. Necesitaba intentar
borrarla. El simple hecho de que su imagen atrapada en papel pudiera devolverle
la sonrisa, le repugnaba.
Nunca
había sido muy buena encendiendo fuego, pero milagrosamente esta vez mordía
oxigeno con verdadera rabia, haciendo crecer las llamas con rapidez. Caminó
unos pasos atrás y se quedó quieta observándola, como hipnotizada.
—Sigues hermosa —el sonido de esa voz la devolvió a la realidad.
Se
giró para ver a un hombre apoyado en el marco de la puerta. Lo que una vez
fueron cabellos oscuros como la noche, hoy asomaban entre mechones blancos de
luna. Su mirada se detuvo en sus ojos. Aquellos ojos le transportaron a unos
recuerdos que ella guardaba como un tesoro.
—Hola,
no sabía que estabas ahí. ¡Cuánto tiempo sin verte! —le contestó, intentando
que su voz pareciera normal, a pesar de que notaba latir cada vez más deprisa a
su corazón.
—Creo
que pierdes el tiempo. El fuego no borra pesadillas.
—Tienes
razón. No, no las borra. Pero es reconfortante reducirlas a cenizas. —Las
palabras salían atropelladas por su boca. En un intento de disimular su
nerviosismo, se giró de nuevo para poder
observar a unas llamas que parecían
crecer sin trabas.
—Me
alegra verte, de verdad. ¿Te piensas quedar?
—A
mí también —y sonrió con timidez. —Sí,
me quedo. Siento que no tengo que estar en otro lugar, que este es mi sitio.
Carlos
caminó lentamente hasta detenerse a su lado. Todavía seguía manteniendo la
misma altura. Ella casi le llegaba a los hombros. Permaneció quieto y callado
observando el fuego. Una pequeña columna de humo gris se levantaba hacia el
cielo, parecía querer liberar los segundos de vida atrapados en aquellas
fotografías, queriéndolas dejar a merced del viento. Sus pequeñas partículas
simulaban danzar una sinfonía inexistente.
—Todos
estos años sin tener noticia tuyas. Nada —prosiguió hablando todavía sin
mirarla. — ¿Has sido feliz?
—Sí,
no puedo quejarme. Me casé con un hombre que me amó hasta que murió. No he
tenido hijos. No es algo que me apene, simplemente resultó de esta manera.
Luché muchísimo por encontrar mi camino —puntualizó sin mirarlo. — ¿Y tú? —y ahora sí, al preguntar le buscó
directamente los ojos.
—¿Yo?…
no. No, me casé. Si es eso lo que
quieres saber. Pero he amado… sí, alguna vez he amado. —Al contestarle, centró
su atención de nuevo en la pequeña hoguera.—He retenido tu imagen debajo de
aquel paraguas todos estos años —su voz sonó ronca por la emoción. Se giró y la
cogió por los hombros. —Todavía no entiendo por qué no quisiste que me marchara
contigo —y su mirada recorría los rasgos de Isabel como queriendo obtener de
ellos la respuesta. —Aquella mañana, te llevaste
contigo mucho de mí al subir a ese autobús. No he podido secarme la sensación
de humedad que me dejó esa fina lluvia. Es muy duro decir adiós.
—Yo...
—Isabel agachó la cabeza, tenía que conseguir controlarse. —Carlos no podías
venir. No te podía amar si antes no me amaba a mí misma. Era necesario que me
marchara, aunque eso significase dejarte atrás. Te aseguro que no habría salido
bien por las condiciones en las que me encontraba.
Carlos
le sujetó la barbilla y la levantó con suavidad. Clavó sus ojos en los de ella,
buscando su propio reflejo. Los ojos de Isabel eran oscuros, profundos trozos
de noche atrapados en el interior de sus córneas.
—¿Por
qué has vuelto? —la pregunta hizo eco en el interior del pequeño patio. Nada
más decirlo Carlos la soltó y centró su atención de nuevo en la pequeña
hoguera.
—No
tengo otro sitio mejor al que ir…
—¿Qué
te pasa? —su tono de voz había cambiado al hacerle la pregunta.
—Nada
en especial. Imagino que intento encontrar mi lugar de nuevo.
Carlos
caminó hacia ella y la abrazó. Metió la cara entre su cabello para poder
respirar su aroma. Sintió que le trasportaba al mismo cielo, que era capaz de
oler el bello vuelo de un pájaro.
—He
pasado la vida amando a un recuerdo. No tienes idea de lo que he llegado a
sentir bajo mi piel. No tienes ni idea —insistió susurrándole al oído; mientras
Isabel tenía la cara apoyada en su hombro. No quería llorar, pero la emoción la
embargaba.
—No
entiendo cómo puedes quererme. Ni siquiera soy la misma persona —susurró con
los ojos cerrados.
—El
corazón no entiende de razones, por eso ni me molesto en buscar una explicación
—contestó Carlos apretándola un poco más a su pecho.
Permanecieron
abrazados, mientras la pequeña hoguera empezaba a agonizar reduciéndose
prácticamente a cenizas.
El
cielo se había vuelto, si cabe, un poco más oscuro. Entonces, en mitad del
silencio, empezaron a caer los primeros copos de nieve.
—¿Vamos? —le preguntó Carlos, mientras la soltaba para mostrarle su mano
abierta y extendida ante ella.
Isabel miró la mano y sonrió. Sintió que por fin el miedo había desaparecido de su vida, a la vez que un fuerte latido, casi salvaje, le recorría el pecho.
—¡Dios!
¡Cómo lo deseo!
Beatriz Cáceres.
Maravilloso relato, con la tristeza de la enfernedad, pero quizas un tiempo de felicidad le resta
ResponderEliminarAbrazos
Realmente ese es el mensaje. A pesar de la dureza de la vida...siempre hay esperanza; hasta el último segundo.
ResponderEliminarUn beso y gracias, cielo.